RUPAY

Debe celebrarse la existencia de este libro de relatos gráficos sobre la violencia en el Perú, aunque el término celebración resulta equívoco sin duda. Saludar entonces su publicación en 2008, y entre nosotros saludar la iniciativa de Carlos Reyes, que con sus propios recursos ha traído para difundir varias publicaciones de humor gráfico e historietas peruanas, entre las cuales se encuentra Rupay. Este y otro libro han sido presentados en Santiago por sus autores en Galería Plop.

El libro se compone de varios relatos de hechos reales, sucedidos entre 1980 y 1984, en la época más álgida y horrenda de la guerra entre el ejército peruano y el movimiento Sendero Luminoso, en provincias y pueblos del Departamento de Ayacucho, donde ambas fuerzas se encarnizaron con abyecta cobardía, cada uno, contra los campesinos, pobladores, y contra periodistas que intentaron en ese mismo momento denunciar las atrocidades.

Huelga decir que es un tema muy difícil de abordar, ya sea por la índole de los hechos, ya por la dificultad que supone para cualquier narrador su desarrollo, es decir, el de narrar lo inenarrable. Los autores Luis Rossel, Alfredo Villar y Jesús Cossio han decidido relatar el momento mismo, reconstruir las escenas en crudo, tal como las han padecido y las recuerdan las víctimas sobrevivientes, ya que en sus testimonios se basan principalmente los relatos, además de los documentos que han hallado en su investigación; en suma, nos narran los hechos sin alegoría, sin metaforizaciones,  y sin mentir un fondo épico. Así lo han sufrido, así lo experimentamos.

El libro incluye textos introductorios certeros e informativos, y cuenta con una investigación documental fiable y concienzuda. La intención y la llamada de los autores es la de evitar la forclusión o expulsión de nuestra memoria de estos  sucesos, al contrario, se trata de contribuir  a propagar y despertar dicha memoria, porque ella reclama que se haga justicia con las víctimas, condición insoslayable para cualquier posibilidad de superar tales horrores en la vida colectiva de los peruanos.

En Chile también existimos día a día sobre un suelo de conductas barbáricas respecto a las cuales la justicia y el sinceramiento colectivo han sido difíciles, lentos, dependientes, y a la larga vergonzosos. Las circunstancias o actores pueden ser distintos, pero lo enfocado por Rupay,  lo similar como memoria, es aquella larga hora de la maldad institucionalizada.

Rupay nos deja después de su lectura abrumados e indignados, y en varios sentidos impotentes. Aporta algo importante en nuestro campo, puesto que me parece (puedo equivocarme) que en sudamérica o latinoamérica no existen muchos precedentes de relatos gráficos con esta temática y con el profesionalismo que demuestra, aunque paradójica y desgraciadamente las experiencias son tan abundantes. Tenemos claro que siempre hay influencias, corrientes internacionales, que alimentan a todos los textos.

Por el otro lado, se nos presenta la contardicción de que cualquier comentario estético puede lindar en lo superficial, lo evasivo, pero me parece necesario intentarlo debido a la necesidad de hacer algo con ese terror de saber que esto ha sido real . Tiene que ver con lo que nos desafía como algo que debería continuar, de las distintas maneras en que lo experimentemos. Rupay contradice la opinión que zanjaba estas preocupaciones como asuntos agotados.  En realidad, lo que nos plantea es que lejos de estar agotados están apenas recorridos. Es un trabajo crudo, que se opone a convertirse ya sea en moda, ya sea en dogmática imposición de contenidos. Lo que reclama es discusión. Esa discusión implica su difusión, que es necesaria, y por otro lado la reflexión sobre nuestro hacer, incluido el hacer del mismo Rupay. Siempre las preguntas que se nos plantean son qué, y de qué modo estamos hablamos de nosotros mismos. Dónde estamos o dónde nos hacen estar.

La sensación de terror visceral de Rupay viene desde luego por la representación gráfica y discursiva, pero principalmente surge debido a la realidad de los hechos narrados. La representación de lo atroz en los actos, en las expresiones faciales y en el lenguaje hablado actúa físicamente primero, en el lector, pues uno se siente en el lugar de las víctimas, y luego, en algún momento posterior nos viene algún pensamiento a la mente. Es decir, nos hace sentir lo que se siente cuando estamos próximos a ser presas de sujetos tales, en situaciones tales, y quedamos invadidos de miedo, de impotencia. De esta primera experiencia directa arrancan muchos pensamientos sobre la situación de nuestras democracias, que no lo son, y sobre los débiles, los excluidos, que encima son objeto de tanto castigo irracional. Si en otras situaciones y lugares se puede hablar de la maldad del hombre, de los ensañamientos, del odio, o de lo que Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal», aquí,  en el ejército y en los políticos autoritarios, tanto como en los guerrilleros enceguecidos de dogmatismo, sentimos latir la peor vileza, la crueldad irracional  asociada a la cobardía infame, es decir que a la irresponsabilidad, permitida por la estructura social.

Probablemente los momentos más difíciles de la narración sean aquellos cuando los agresores toman la acción. No hacerlo, o hacerlo indirectamente puede implicar el peligro de ponernos un bálsamo falso, mientras que reconstruir el hecho reproduciendo además el lenguaje brutal que dichos sujetos profieren, expresa la experiencia cruel de la impotencia, el miedo y la entera desesperanza sobre lo ya ocurrido.  Una pregunta  que surge es si aquel lenguaje y el acto brutal así privilegiado, al menos en cuanto a su presencia, no cubre el grito de las víctimas. No lo sé, solamente siento necesario desarrollarla un poco.

¿Desde quién o quiénes se narran estos hechos? En principio son los autores quienes nos hablan, con una voz que no pertenece ni a campesinos ni a los bandos en guerra, pero comprometidos con los primeros; se trata de una voz documentada. En segundo lugar, estos narradores, al buscar precisamente como voz privilegiada y vital el relato de los sobrevivientes, hacen que la mirada se oriente desde ellos, como si los campesinos nos lo contaran directamente, y así ocurre en varios momentos muy sentidos, cuando tratan de razonar con los militares o los senderistas, cuando tratan de acordar alguna manera de defensa, o cuando lamentan y gritan de horror. Pero además, en tercer lugar, hay momentos en que la voz pasa a funcionarios víctimas de su propia institución, y por otro lado, como mencionábamos, cuando militares y senderistas copan el cuadro y probablemente el espacio entero del relato, que son los momentos en que se descarga lo inenarrable. Es decir, quizá en beneficio de la verdad, los relatos no adquiere un cuerpo discernible que nos hable, sino que se fragmentan. ¿Hay en esto alguna contradicción interior?, no lo creo. Lo que sí puede hacerse manifiesto es la dificultad que implica poner en escena estos hechos sin que ellos se escapen en ciertos momentos de las manos. ¿Habría que controlarlos y someterlos a una estrategia narrativa sistémica, es decir, que digan lo que se quiere que digan, y nada más? De ningún modo, así como se presentan son mucho más potentes, y la cuestión entonces podría plantearse respecto al campo temático y narrativo que en varios sentidos están inaugurando en Sudamérica . Por ahora lo dejo hasta aquí.